jueves, 5 de noviembre de 2015

¿Cómo es ir a un dental Spa? La odontología placentera...

¿Odontología placentera? ¿Qué de placentero puede tener ir ese tenebroso lugar, con sus olores y sonidos típicos, los mismos que generan una taticardia cercana al infarto? Porque, no nos digamos mentiras. Todos tenemos sentimientos, digamos, poco amigables con la visita al odontólogo.

Los hay aquellos que, arrancando en la escala del 1, sencillamente no tienen miedo, aunque sí 'jartera'; hasta aquellos, en la posición 10, con verdadero pavor clínico, que se somatiza en sudoración excesiva, tensión y sustos infinitos.

Yo me considero un siete. Es decir, me da mucho miedo ir al odontólogo, aunque estando allá me armo de valor suficiente para soportar los minutos de trauma que suponen escuchar la fresa, el olor a diente quemado y esa (maldita) aguja sacada de las peores pesadillas que tiene la, supuesta, noble misión de quitarnos todo dolor.

Desde niño le tengo miedo al odontólogo. Mi primera visita, que recuerde, fue como a los seis años, cuando me llevaron a sacarme un diente de leche que se negaba a desprenderse y comenzaba a deformar la salida de la pieza definitiva. Un señor, mayor, seriote, con un alicate en una mano y una jeringa en la otra, me hicieron luchar en esa silla cual gato patas arriba, lo que obligó a otras dos personas a sostenerme, entre esos mi padre, energúmeno por el show, quienes lograron luego de un largo forcejeo abrirme la boca, para que el odontólogo me rapara el diente. Y me sacó el que no era.

El colmillo retrechero, inferior izquierdo, quedó intacto, y cayó víctima de un alicatazo perdido el vecino del centro. "Tranquilos, es de leche. ¡Vuelvan y cójanlo carajo!", gritó el, ahora muy molesto, odontólogo. Una palmada en la barriga, cuando por fin me sacó el que era, fue su 'cariño' de despedida.

Siempre fue una pesadilla ir al odontólogo. Tanto, que perdí hace poco una pieza. La familia de las gallináceas dentales, como yo, tenemos algo en común: no vamos al odontólogo sino cuando la situación es realmente grave. Es decir, cuando el dolor, o una tremenda infección resumida en un abceso, nos termina por vencer.

Así cayó un molar, el 37, inferior izquierdo en días pasados. En un almuerzo sentí cuando se partió. Una fractura profunda, hasta la raíz, que me produjo un dolor terrible. Y no había cómo salvarlo. La única salida era ir a un templo de esos del dolor, desempolvar el discurso de misericordia, autocompasión y burla que siempre echaba en esos casos, y que también siempre es recibido con cara de repulsiva duda por el odontológo de turno. Ver a un tipo de casi 1.90 rogando que "no lo hicieran sufrir porque es mas gallina que la gallina azul", no era algo digno. ¿Recuerdan a Burro haciendo la cara de Gato en Shrek? Me veo peor tratando de clamar compasión.

Hay una luz

Un amigo del mundo de la tecnología me contó un día que decidió invertir en un negocio. "Un spa dental". El dato me causó curiosidad. Me narró el concepto: "es la tendencia de la odontología placentera. Un servicio personalizado y especializado en personas que tienen miedo ir al odontólogo. ¿Quieres probar?".

No, le dije. Gracias, mientras mi cerebro no conectaba las palabras 'odontólogo' con 'placentero' de ninguna manera. Ante la emergencia del dolor de la muela inservible, me dispuse a ir. Era eso o hacer una cita con un odontólogo de EPS que en 25 minutos debe hacer un procedimiento que dura una hora o mas.

Kit de masaje
Carrera 14 entre calles 85 y 86 en Bogotá. Primera sorpresa: luce y huele a spa. Luces tenues, música ambiental relajante, mucho color blanco y azules pálidos, rematados por aromatizantes especiales, flores y velas, pululan por todo lado. Segunda sorpresa: la atención de la gente. La amabilidad y claridad con la que te hablan y explican todo es, en sí misma, relajante también.

Yo debía verme muy chistoso, con las manos cruzadas en la barriga, los hombros encogidos y los ojos abiertos, reaccionando con susto cada vez que se me acercaba alguien o me tocaba la espalda. Estaba, como siempre, muerto del pavor. ¡Estaba en el odontólogo!

Tercera sorpresa: dependiendo del tratamiento y, por ende, del tiempo que se estará allí, usted puede escoger entre tres tipos de masaje. Sí, masaje. El básico es de cuello, cabeza y manos. Hay otro que además incluye reflexología en los pies y uno muy completo con aceites y el cuerpo total incluido.

Elegí el primero. Espectacular. Puedo decir, sin adelantar mucho el final, que me dolió más la desanudada muscular del cuello que lo que me hicieron en la boca. Te cubren los ojos, te masajean con aceites aromatizados, piedras calientes, música acorde... en algún momento comencé a soltar las manos... a dejarme ir por la calma. Sentí tanta comodidad que me quise dormir. Hasta que la gallina dental que llevo dentro cacareó y me recordó donde estaba: ¡en el odontólogo!

El partido que me vi mientras me sacaban la muela
Luego llegó la doctora. Me dio la bienvenida, me explicó el concepto, revisó mi boca y a continuación me explicó el procedimiento a seguir. Acto seguido me ofreció unos audífonos, me entregó un control remoto de Directv y me acercó una pantalla plana acondicionada a la silla odontológica. "Escoge lo que quieras", me dijo, mientras me ponía el babero y alistaba sus herramientas de trabajo. Puse un partido de fútbol playa: Argentina contra Egipto.

Todo iba perfecto hasta cuando escuché: "te voy a anestesiar primero". Mi cerebro me ordenó lanzar el control remoto, golpearla en la cabeza con la rodilla, saltar de la silla y luego romper de un salto con el cuerpo la ventana. Pero al ver el aparato que tomó me calmé: era como un plumón para escribir en un tablero, con la punta naranja. "Vas a sentir un golpecito". Y sin que pudiera reaccionar me lo puso en la encía y sonó 'clac'!

No me dolió. Luego otro 'clac'! y un tercer 'clac'! retumbaron. Ninguno dolió. Hizo gol Argentina y empató 6-6 el partido. Faltaban 5 minutos para el final. Seguí con la mirada puesta en el partido mientras ella, armas en mano, comenzó a auscultar mejor la pieza a remover. Me movía la cabeza de lo fuerte que lo hacía. Y yo, viendo fútbol.

¡Luego vi venir a la temible aguja, la maldita de siempre! Apreté el cuerpo, abrí los ojos y la miré a ella. Sonrió, dejó la aguja en la mesa, me puso la mano en el pecho y me habló como mamá: "tranquilo, ya estás anestesiado, no vas a sentir nada". Y no, no sentí nada.

Dos odontólogos, muchos minutos de fresa, alicates, extractores, fresa, fuerza, forcejeo, fresa, alicate, siguieron frente a mi. La única incomodidad que sentí fue no poder ver el 7-6 de Egipto que los clasificó a la siguiente ronda. Me dolió ver a los argentinos tristes por la derrota. Me dolió ver las tristes noticias de Colombia. Me dolió mucho no saber la suerte definitiva de Glenn en The Walking Dead.

Me dolieron otras cosas, pero jamás la boca. Al final, aguja e hilo para suturar la herida. Pararme de esa silla, y salir caminando erguido, con cara de ganador, firme, sólido, rotundo, es algo que no olvidaré. Es la primera vez que hacía eso ¡en el odontólogo!

El precio, otra gran sorpresa. Muy, pero muy, asequible teniendo en cuenta el gran servicio y trabajo que brindan y hacen. No sé si sea placentero. Pero sí es sin duda el servicio odontológico que todo gallina, como yo y peores, debería contemplar para dejar de sufrir y comenzar a llevar una vida dental sana, y hacerse los tratamientos que ha aplazado toda la vida por miedo al dolor

martes, 30 de junio de 2015

¿Cuánto vale nuestra información personal, nuestra privacidad?

Para cualquiera de nosotros la respuesta sería un valor muy alto. Tal vez no en dinero. Quiénes somos, el camino que hemos recorrido, lo que nos asusta, gusta o interesa; la gente que ha pasado por nuestras vidas, en fin, todo ello, es lo más valioso que tenemos. Y no nos pertenece exclusivamente. Lo hemos compartido. Regalado.
Mientras usted lee esta nota, un algoritmo de software en algún servidor en el mundo analiza su perfil. Sabe que usted comienza el día leyendo contenido de un blog como este o de un sitio de noticias, luego de visitar alguno de sus perfiles en redes sociales; que usó ciertas palabras al chatear, y que buscó un tema en especial que le permite, al ‘robot’, deducir qué viene en su vida, qué necesita. Y usted le dio permiso de husmear en su vida privada.

Lo dijo abiertamente Tim Cook, el presidente de la empresa de tecnología mas poderosa del planeta: “Algunas compañías (de internet) han construido sus negocios animando a sus usuarios a ser complacientes con el uso de su información personal. Están engullendo todo lo que puedan saber sobre ti y tratando de monetizarlo. La privacidad no es algo que tengas que intercambiar por algo que se supone es gratuito”, dijo a comienzos de junio. Y señaló a las autoridades de su país como cómplices de todo.
Sus palabras tienen destino preciso en sus competidores, pero no están para nada lejos de la verdad: hemos regalado nuestra identidad personal. Hemos hecho un trueque digital del que no podemos dar reversa.
Y no se trata de señalar a empresas puntualmente. Ni a las personas que trabajan en ellas. La problemática tiene un fondo mayor, un hecho no tratado, no revisado a tiempo, que a fuerza de ‘ser’, ser volvió ‘contrato’.
Es el acuerdo tácito que la humanidad aceptó en el subconsciente: recibo algo muy bueno, ‘gratis’, y debo ceder mi información.
Y es innegable que lo que recibimos a cambio de nuestra privacidad es poderoso y muy útil. Chat y llamadas, correos ilimitados, búsquedas en toda la información de internet, juegos, mapas, redes sociales para hacer comunidad con textos, fotos, videos y nuestros pensamientos, estados de ánimo, lo que estamos haciendo al segundo, dónde estamos parados, en fin. v
Lo malo es que no sabemos a ciencia cierta qué hacen con todo eso que somos. Y a nadie parece importarle. Ni siquiera a las autoridades. ¿O usted leyó el acuerdo de servicio al momento de crear su perfil en una red social, o sacar una cuenta de correo?
Y lo peor es lo que viene. Terminaremos abriéndole aún mas espacio a estos servicios web en nuestras vidas, de una manera inimaginablemente íntima: ya miden nuestra actividad física diaria, saben cuántas horas dormimos, qué profundo o no lo hacemos, si estamos preocupados por las calorías. Hasta nuestra actividad sexual están a punto de monitorear.
Una cosa es brindar nuestro nombre y correo a un servicio que sencillamente necesita identificarnos para ofrecernos información acorde a nuestra edad e intereses, y otra es abrirle la puerta al seguimiento detallado, segundo a segundo, de todo lo que hacemos en línea, lo que escribimos en nuestros correos, lo que buscamos en línea o lo que publicamos en nuestras redes sociales.
Hoy en día saben tanto de nosotros que la publicidad que nos ponen es muy certera. Mañana podrán, por ejemplo, cruzar el contenido del video que vi, con la búsqueda que hice, el correo que escribí, el recorrido que hice al trotar y la música que escuché, para saber perfectamente mi estado de ánimo. De ahí a deducir mi perfil sicológico no hay nada. Saber si estoy ‘entusado’, estresado, eufórico, molesto, etc. Y todo ello no será precisamente para ayudarme, sino para contárselo a un tercero interesado en venderme algo para cada estado de ánimo.
Pero no importa. Nada podemos hacer ya (en unos años este análisis será leído como una más de las millones de alertas que algunos hicimos sin efecto alguno. 
¿Qué opina usted de esto? ¿Cree que hemos perdido el control sobre nuestra privacidad y datos personales en internet? ¡Gracias por opinar!